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domingo, 16 de diciembre de 2012

Despertar

Parecía una noche cualquiera. Observaba el firmamento. El cielo estaba despejado. La luna hacía gala de una mágica belleza. Las estrellas brillaban, dos luceros destacaban.

Se tendió en el prado, como solía hacerlo siempre. Puso sus manos entrelazadas detrás de su cabeza a modo de almohada, cruzó las piernas y se quedó a observar.

Las horas transcurrieron lentamente. De vez en cuando, una nubecilla se atrevía a ponerse en frente de la luna. Una leve brisa soplaba acariciando el pasto.

El rocío perlaba en las flores. La luna, resplandecía. Las diminutas gotas de rocío brillaban por el reflejo de la luna.

De vez en cuando, la brisa desprendía unas gotas del rocío que pendía de las flores. Las mecía.

Cerró los ojos, respiró hondo, y se dejó llenar de aquel aire nocturno. El pasto fresco, humectado por el rocío, las flores; la brisa del viento le llevaba cada uno de aquellos olores.

Exhaló. Suspiró. Bostezó. Se desperezó.

La hora del amanecer se acercaba, podía escuchar a lo lejos el trino de las aves despertándose, saludando al nuevo día.

El sonido de un click le hizo volver a la realidad.

Había sido provocado el interruptor de la luz de la habitación.

La luz lo cegó por un momento. No era el amanecer que el esperaba.

Era la enfermera. Como todas las mañanas. 

Le gustaba imaginar todo aquello.
Lo hacía cada noche. Todas las noches. 
Era el único escape que tenía.
Fuera de las paredes de aquella habitación. 
De aquel pabellón. 
De aquel hospital, de aquella ciudad, de aquel mundo, tan extraño y desconocido.

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